Durante mucho tiempo se creyó que los constructores de catedrales habían sido los propios
religiosos. Hoy, esta hipótesis está totalmente descartada. La enorme complejidad de estas
construcciones no puede superarse únicamente con amor a Dios. Es preciso tener
conocimientos de arquitectura, saber geometría y dominar las distintas técnicas de construcción.
En la edificación de cada catedral participaron innumerables personas. Es necesario recordar
que cien años es un periodo muy corto en comparación con lo que se tardó en completar alguna
de ellas. En numerosas ocasiones, las obras eran interrumpidas por falta de dinero, por la
muerte del arquitecto o del obispo que había encargado el proyecto, o por alguna epidemia que
causaba estragos entre la mano de obra. Tras un largo paréntesis volvían a ser retomadas,
muchas veces por los hijos y los nietos de los primeros constructores. Se dieron verdaderas
dinastías de arquitectos.
Los arquitectos gozaban de una elevada posición social. El gremio de los albañiles era uno de
los mejor organizados y, por consiguiente, más considerados. Ostentar el cargo de maestro
albañil conllevaba el reconocimiento público.
A finales de la Edad Media, los maestros con categoría de arquitectos recibían una paga tres o
cuatro veces superior a la de los artesanos más especializados del mismo ramo. Los
arquitectos viajaban continuamente para asesorar sobre el diseño más adecuado a cada
catedral.
En 1416 se reunieron en Gerona doce arquitectos para decidir los planos de la
catedral de la ciudad. Los planos solían utilizarse como modelos para varias obras. Entonces no
existían los derechos de autor. Así, por ejemplo, los campanarios de piedra calada de la
catedral de Burgos estaban basados en las agujas de la fachada occidental de la catedral de
Colonia. No en vano el arquitecto había sido el mismo.
Por su parte, los albañiles grababan su marca en las piedras para demostrar que se hacían
responsables del trabajo realizado. Estas marcas pasaban de padres a hijos.
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